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El hombre del desierto


Habían pasado pocos minutos desde que desperté y parecía que llevaba horas tratando de entender lo que sucedió. No sé. No recordaba como fue. Era mi primer viaje después de haber recibido mi licencia de piloto profesional. Tuve una carrera destacada y brillante en todos mis años de formación. Conociendo todas las leyes aerodinámicas y teniendo un record en horas de vuelo, no comprendía como es que había llegado hasta allí. Ni siquiera sabía donde estaba. Hasta ese entonces ese accidente marcaba el fin de mi carrera! Le grité a Dios que estaba perdido!

Pocos metros a la redonda yacían cientos de fragmentos de mi nave, algunos ya cubiertos por la arena que se alzaba por la fuerza del viento. Deseé morir al descubrir que avioneta que piloteaba se había reducido a chatarra en medio del desierto. Y pensar que tenerla trabajé con dedicación y sin descanso desde que terminé bachillerato. Sentí ira e impotencia. Maldije mi vida y maldije y mi suerte. Habiéndolo perdido todo, lo único que  quedaba era esperar la muerte. Me eché al costado de mi preciado tesoro, lloraba sin consuelo con la esperanza de que todo sea un duro sueño del que no quería despertar. Empezó a oscurecer y me metí -en lo que antes era la cabina- para resguardarme del frío y esperar a que amanezca.

Amaneció y un rayo de sol golpeó mi cara. Por un momento creí estar en mi habitación, junto a mi ventana, en una mañana soleada. Abrí mis ojos y ahí estaba, yacía yo sobre tonelada y media y chatarra. No tuve otra opción que salir a buscar ayuda. Caminé toda la mañana bajo un sol abrasador. No sé ni por qué lo hice, si lo que yo quería era morir en el desierto, después de todo, qué sentido tenía ya mi vida?!. A lo lejos vi algo, era como una silueta, pensé que estaba alucinando. Lo ignoré y continué con mi paso. Al acercarme, la figura iba develando a un hombre detenido sobre unas dunas. Sentí paz pues creí que estaba cerca de un campamento o algún lugar donde encontraría ayuda. El hombre me miró silente y sin inmutarse. Me le acerqué en busca de ayuda y me pidió que lo ayude a mover una roca. Lo observé con cara de desconcierto y me negué pues no pensaba gastar la energía que me quedaba en una tarea que no me beneficiaría y que parecía absurda. Le dije que necesitaba ayuda pero no respondió. Aguardé unos minutos y decidí continuar mi caminar con la frustración de haberme esperanzado en vano. Avancé pocos metros y detuve mi marcha al escucharlo hablar. Me dijo: “me has llamado y no me has oído porque no sabes que el silencio también es una respuesta”. Volteé a verlo con expresión de desprecio y retomé mi paso. Sabía que mientras más caminase, más lejos llegaría.

Avancé con dirección al este varios kilómetros. La tarde empezaba a ponerse y en mi afán de encontrar refugio aceleré la marcha pues había oído que los vientos en el desierto son fríos y levantan grandes tormentas de arena. Los últimos rayos del sol me permitieron divisar a lo lejos una silueta. Me aproximé como quien en medio del desierto se emociona por encontrar un oasis y me llevé tal sorpresa al descubrir que se trataba, nuevamente, del hombre que había dejado horas atrás. Ese fue el momento más duro de mi pesado día. Supuse que había caminado en círculos y había retornado al mismo lugar. Me acerqué para preguntarle cómo fue que volví a encontrarlo. Me miró y me pidió que lo ayudase a mover la misma roca, me rehusé tal como en nuestro primer encuentro. Al no saber qué hacer ni haca donde ir, perdí el control, renegué y grité otra vez al cielo por la injusta condena que estaba pagando. El hombre replicó: “En tus manos, delante de ti, ha sido puesta la maldición y la salvación, la vida y la muerte. Elige, pues, la vida”. Lleno de cólera, me volví hacia él y le reproché con ironía: “tú quién eres?” grité, “Apenas me has visto pasar y te atreves a pedirme que elija! No entiendes que no tengo elección, no elegí estar aquí. No tengo nada que elegir!”. Terminado mi reclamo caí rendido por el agotamiento físico, la deshidratación y el hambre. Sentí desmayar y empecé a perder visibilidad. No recuerdo bien lo que pasó, solo sé que de pronto estaba bebiendo -de una tinaja- el agua que me daba una mujer de cabellos claros y que vestía un velo. Sus manos limpiaron mi sudor y me susurró “Conviene que tu cansancio a otros descanse”. 

Recobré la conciencia y ahí estaba yo, tendido sobre la arena en medio de la oscuridad de la noche. Aunque había calmado mi sed, mi cuerpo sentía el peso del cansancio y decidí esperar al amanecer. Los minutos fueron eternos. Una ligera ventisca erizaba mi piel a causa del frío pero mi deseo de permanecer allí era mas fuerte. Un silbido lejano se hacía cada vez mas sonoro, era una tormenta de arena que se había levantado obligándome a ponerme en pie y caminar. Apenas me incorporé quedé atrapado en medio de los polvorientos remolinos que no me permitían abrir mis ojos. Creí que todo estaba perdido. Caminaba a la deriva, sin saber hacia donde ir. A pesar de la situación adversa, experimenté una necesidad de dejarme llevar. Estaba dispuesto a lo que sea, pues no sabía que sería de mí. La tormenta duró varios minutos. Los vientos se calmaron pero yo seguí caminando con los ojos cerrados en actitud de rechazo al querer dirigir mi vida. Decidí dejarme guiar por el azar o el destino pues ya no tenía nada que perder. Tropecé con un montículo de arena y caí bruscamente al suelo. Me ví forzado a abrir mis ojos, me senté, froté mis golpeadas y cansadas piernas y lo ví, una vez mas al hombre y su piedra. Me miró y siguió su camino halando su pesada piedra, esta vez sin pedir ayuda. Sin fuerzas ni voluntad propia y sin entender porqué, me acerqué a él, apoyé mis dos manos en su roca y empujé con todas mis fuerzas, gritando el dolor de un cuerpo que ya no era capaz de moverse por sí mismo y que estaba allí, dando su último aliento para ayudar a un hombre que caminaba por el desierto diciendo frases incomprensibles, haciendo un esfuerzo que parecía absurdo, que a pesar de estar yo perdido, parecía que él hallaba la forma de encontrarme. Empujé con las pocas fuerzas que me quedaban y caí sentado junto a la pesada roca. En medio de la confusión y el creer que iba a morir, le confesé a aquel hombre que si hubiera sabido que mi esfuerzo por sobrevivir sería en vano, hubiera gastado mis últimas horas ayudándolo a mover su pesada carga hasta donde hubiera tenido que llegar. Mi voz se atenuaba cada vez mas pues me faltaba fuerzas hasta para respirar. El hombre del desierto se sentó junto a mí y dijo: “La desesperanza es un peso cruel que captura a hombres buenos y destruye su alma. Solo aquel, que habiéndolo perdido todo no se detiene a pensar en él sino que es capaz de darse hasta el extremo, ése se ha convertido en fuente inagotable de esperanza pues aunque pareciera un caso perdido, supo dejarse guiar, ya no por su propia voluntad sino por la gracia de Dios que lo condujo a la libertad interior y a la donación desinteresada por los demás. Has cargado con la dureza de tu corazón creyendo caminar en círculos, pero yo te digo que tu destino era caminar hasta poder mover de tu vida aquellas falsas seguridades a las que vivías aferrado. Ahora que eres fuente de esperanza, haz lo que te digo y experimentarás lo que es volar con verdadera libertad”. Se puso en pie, me indicó en que dirección y se marchó haciéndome la promesa de que estaría siempre en mí.

Desde aquel entonces, enseño a otros a vivir con esperanza cuando están en medio del desierto. Porque para ganar la vida, la tuve que perder. Porque estuve perdido y fui encontrado por ese hombre del desierto que fui yo mismo.



Comentarios

  1. Al leer lo que le dice el hombre del desierto al piloto me hizo recordar el consejo de un Sacerdote...la desesperanza como tal no es pecado, pero si una gran tentación....y en el desierto de la vida, como buen caminante nunca hay que olvidar que la esperanza es el oasis donde nos podemos sumergir y renovarnos en el manantial que da vida en abundancia....me ha gustado este post :)

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