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Samek y el arriero

Era el día sexto de la semana y Samek estaba sentado a la orilla del río que queda junto a la aldea de Edom. A la mitad de su descanso, un pensamiento, estruendoso como un rayo, inundó su cabeza y lo dejó tendido en el suelo y con la mente en blanco, súbitamente, todo lo que había hecho hasta ese momento dejó de parecer tan bueno como él creía. Todo sucedió en un segundo, no hubo mucho tiempo para pensar, era tiempo de hacer algo y decidió que era tiempo de partir. Presuroso, se dirige hacia a casa de su anciano padre y le cuenta lo ocurrido. Su padre no lo entiende pues sus argumentos eran sencillos y parecieran carecer de sensatez, Samek lo sabe, sin embargo está convencido de que debía obedecer a esa voz interior que le pedía partir. 

-¿A dónde irás? ¿De qué vivirás? ¿Cuándo volverás?- el padre no estaba dispuesto a dejar partir a su único hijo. - Padre, no sé cómo explicarte el por qué pues no lo tengo claro, no sé lo que haré, ni cuándo regresaré, solo sé que es tiempo de partir-. El anciano hombre, que conocía a su amado hijo sabía que no descansaría hasta encontrar respuestas a esa idea que daba vueltas por su cabeza. Su padre antes de partir le dijo -No sabes hacia donde vas pero sabes de dónde partes, nunca olvides quién eres y por adversa que sea tu situación, jamás te pierdas en el camino-. Dos días después, Samek partió. Caminó durante semanas sin nada más certero que aquella idea que seguía dando vueltas en su interior, no sabía qué ni cómo lo haría, lo único que sabía es que tenía que avanzar. Un día como cualquier otro durante su viaje, escuchó un llamado. Era un hombre que había caído de su caballo y que no podía moverse por sí mismo, casi no podía hablar debido a que llevaba mucho tiempo inmóvil bajo el sol abrazador de mediodía. El hombre no podía hablar y Samek estaba en una disyuntiva: o ayudar a aquel desvalido o continuar hasta su destino incierto; quería ayudarlo pero había salido con una misión que quería cumplir. Sin tener rumbo, ni itinerario, ni destino, era más difícil decidir pues tal vez contaba con suficiente tiempo para llegar o quizá ya estaba retrasado por detenerse a pensar. Su razón le pedía continuar porque no aceptaría cancelar su travesía. Su corazón se quedaba con el indigente necesitado de atención. Por un par de segundos reflexionó y decidió avanzar, era su vida y era su destino lo que mas le importaba, emprendió la marcha y pocos metros más adelante, se detuvo, dio vuelta y regresó a ayudar a este hombre, lo levantó, colocó el brazo alrededor de su cabeza y empezó a caminar. Mientras buscaba ayuda y refugio, Samek enfrentaba un diálogo interior que no sabía como controlar -¿qué estoy haciendo? ¿y si estoy arriesgando mi futuro por creerme samaritano? ¿Y si no puedo continuar mi viaje?- Evidentemente, él no estaba interesado en retrasar su destino, sin embargo, había hecho lo que su corazón le pedía aunque la razón y la voluntad se oponían.

Finalmente, llegó a una posada, Samek se quedó allí durante cuatro días y tres noches, velando del pobre accidentado, curó sus heridas, lo alimentó y procuró que descanse. Durante este tiempo, el desconocido fue recobrando la conciencia y la fortaleza. Largas horas de diálogo se entablaron entre este par de extraños y pronto se volvieron amigos, su nombre era Munir. Samek, quién a pesar de ser conocido en su pueblo, nunca había tenido un amigo, decidió confiar en el desconocido y le contó su experiencia y de ese pensamiento que lo sacó de su natal Edom. Su nuevo amigo se identificó con ese anhelo de descubrir hacia lo conduciría su travesía y decidió acompañarlo en el viaje. Así, emprendieron la marcha. Samek recordaba de aquel momento en el que, sin entender bien porqué, decidió no seguir a la razón, pues gracias a ese impulsivo acto ahora caminaba con un amigo, que quería llegar al mismo lugar que él.

Al poco tiempo, después de un día extenuante, Samek encendió la fogata y cayó profundamente dormido. Al despertar, el fuego se había disipado junto con su amigo, sus ropas, su dinero, los alimentos, las cacerolas y hasta las sandalias. Al ver su condición, trataba de entender lo que había sucedido. -Esto no puede ser, debe ser un sueño-, se repetía sin cesar el abatido caminante. Estaba devastado, no podía creer por qué Munir lo había traicionado y abandonado de ese modo. Sentado sobre una roca, abrazaba sus rodillas, con la mirada hacia el suelo y la desesperación en el rostro, empezó a cuestionarse sobre cómo es posible que alguien pague de ese modo. Estaba desesperado, decepcionado, abatido y con una tristeza como nunca antes había experimentado. Con dolor recordaba cómo empezó todo y las preguntas de su padre que ahora él mismo se hacía -¿A dónde iré? ¿De qué viviré? ¿Cuándo volveré?- Munir además de todo lo hurtado, se había llevado consigo la esperanza de Samek. Estando así, sumido en el desconcierto, se encontró el caminante nuevamente ante una disyuntiva -¿Y si este es el final de mi viaje? ¿Por qué volví y confié en un desconocido? ¿Por qué esa idea me sacó de Edom y trajo hasta aquí?-. Fueron muchas las preguntas que invadían sus pensamientos, lo que más le entristecía es que al estar lejos de su padre, a nadie tenía que le conforte, escuche y aconseje. La noche cayó, Samek que ya no tenía nada, ni fuerzas para continuar quedó dormido entre árboles que le resguardaban del frío de la noche.

Amaneció mas temprano al día siguiente, y nuevamente, su respuesta fue totalmente opuesta a lo que su razón y su voluntad le dictaban. -Que no tengo nada mas que perder, ya no hay miedos, si he llegado tan lejos no ha sido en vano, continuaré hasta descubrir aquel lugar al que debo llegar- se dijo a sí mismo y presuroso, avanzó con la ligereza de aquel que no tiene nada más que un destino, aunque incierto, al cuál llegar. Ese mismo día, el cansancio, el hambre y la necesidad de quitarse sus ropas cochosas complicaban el caminar del viajero, sin embargo, ya había tomado una decisión y avanzaría hasta llegar a aquel incierto lugar. Unas cuantas millas hacia el Este, encontró una carreta volcada a un costado del sendero, bajo una de las ruedas estaba atrapada la pierna del arriero, el hombre estaba lastimado, inmóvil y necesitaba ayuda, junto a la carreta yacía sobre el suelo ropas y alimento. Samek no podía creer que ante él esté todo lo que en ese mismo momento le hacía falta, muy similar a todo lo que había sido hurtado. Agarró todas estas cosas y apiló junto a la carreta, miró al hombre accidentado y le dijo -esta es mi oportunidad, aunque la razón me diga lo contrario, es mi corazón quien gobierna en mí- al terminar de decirlo, colocó una roca junto al hombre y con un tronco de madera que había sacado del interior de la carreta hizo de palanca hasta elevarla lo suficiente para poder remover la pierna del desvalido. Samek reparó la rueda averiada, paró la carreta, recostó al hombre en el asiento y se dirigieron en busca de refugio y un lugar para atender al herido, que en después de varios días se había recuperado completamente y podía caminar. 

Nuevamente, entre pláticas e historias, le contó su historia desde el inicio, junto al río de Edom. El arriero, cuyo nombre era Alí, se soprendió de su actitud y preguntó -¿Si ya una vez lo perdiste todo por ayudar a un desconocido, por qué lo volviste a hacer?- Samek levantó la mirada y respondió-mi padre me ama, me cuida y me prepara en lo oculto, en lo más profundo de mi corazón. Sus palabras sabias ,antes de emprender mi travesía, ha sido lo que mantiene en camino y lo que en el momento más difícil para mí, pudo devolverme aquello que nunca jamás me podrá ser arrebatado, la esperanza. Aún no sé hacia dónde voy, pero sé quién soy y de donde vengo. Mi naturaleza no va a cambiar aunque en el camino tropiece varias veces con la misma piedra, eso  me lo enseñó mi Padre. Tengo la plena certeza de que en todo momento, incluso en los más adversos, mi padre está cuidando de mí para que no me pierda en el camino. Y aunque llegar a mi destino me tome la vida entera, sé que al final de mi travesía estará mi Padre, esperando verme llegar a aquel lugar al que Él, oculto en mi corazón me ha de guiar". El arriero conmovido, le ofreció a Samek ser su amigo y le dijo que al final de su viaje no solo encontraría a su Padre sino también a aquellas personas que decidan escuchar su interior y también tomen la decisión de buscar ese destino al cuál estamos llamados a llegar. 

El arriero acompañó a Samek hasta las afueras del pueblo y lo vio partir, por el mismo sendero que llegó, a continuar con su peregrinar hasta poderse reencontrarse al final de su travesía con su amado Padre.
















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