Es viernes por la mañana. El ancianato La Esperanza empieza el día con alegría pues uno de sus internos, el más alegre y carismático de todos, está de cumpleaños. "No es para menos! Noventa y un años no se cumplen todos los días", es la respuesta de internos y personal médico cuando las visitas preguntan al notar la algarabía y los arreglos para el homenajeado. Todos esperan ansiosos a que Antoine salga de su pieza para darle la sorpresa. Como es costumbre, él se despierta a las cinco de la mañana, lava su rostro y sus manos, toma un baño caliente, enciende la radio y se sienta en su mecedora junto a la ventana. Ver el sol salir y enterarse lo que sucede en el mundo con la parsimonia con que él la hace, es un privilegio que no todos pueden darse.
Ha llegado el día de su cumpleaños y Antoine lo sabe. Incluso sabe de la sorpresa preparada porque una de sus compañeras internas se lo anticipó unos pocos días antes. Normalmente sale al comedor para tomar su desayuno a las siete de la mañana. El reloj marca las ocho y él sigue sentado al pie de su ventana. La radio permanece encendida pero no la escucha. Su mirada está fija en el exterior. El único movimiento notorio y constante es el de su respiración, su cuerpo está inmóvil y pareciera estar catatónico. Nadie entra a buscarlo y el no desea ser encontrado.
Mientras tanto, en la sala de estar, con toda la celebración lista para recibirlo, están los enfermeros preguntándose por Antoine, pues pendientes de la decoración y demás arreglos, no se percataron del paso del tiempo ni de su ausencia. Uno de ellos, Ellian, sale presuroso a buscarlo, con una expresión de angustia en su rostro. Toca dos veces a la puerta y lo llama por su nombre: Antoine... Antoine! No hay respuesta. Abre súbitamente la puerta y encuentra al anciano allí, contemplando el exterior desde su ventana. El joven se hinca sobre sus rodillas frente a él y lo observa. Antoine no reacciona. Llega el personal médico, le examinan brevemente. Su presión arterial y el pulso es normal. No hay problemas de respiración y está consciente. No hay razón aparente para su estado. Los médicos piden observarlo un tiempo más y que lo chequeen constantemente, en caso de que algún signo vital se altere. Ellian decide quedarse con él. Antoine permanece inmóvil. Parpadea. Suspira.
-Qué tienes, Antoine?- pregunta varias veces el enfermero, mientras le acaricia el cabello y lo mira compadecido. Luego de muchos intentos, finalmente el catatónico rompe el silencio. -Cuando era joven conocí a Ferdinand. En poco tiempo descubrimos que teníamos una afinidad particular, entre nosotros nació una amistad muy fuerte. Compartimos muchas cosas, travesuras de juventud, tristezas y alegrías, incluso lágrimas. Eramos el guardián del otro. Fue un tiempo muy bonito de descubrir en mi amigo a mí mismo, y viceversa-. Ellian escuchaba sin intención de interrumpir porque sabía que Antoine siempre tenía historias que contar. El anciano continúo -Anoche recibí una carta. Era de María, la esposa de Ferdinand. En ella me contaba de la lenta agonía que él padeció y de como su salud fue empeorando progresivamente. Mi amigo falleció hace once meses y me vengo a enterar recién hace una noche. Fue su voluntad que yo no lo sepa. Murió sin dar mayor referencia que esa. María tuvo mucho miedo de faltar al deseo de su esposo pero él ya estaba muerto y no había nada que perder-.
Hubo un prolongado e incómodo silencio. Ellian no sabía qué decir y tampoco quería interrumpir pero el relator había agachado la cabeza en ademán de reflexión y calló. El joven preguntó: "tuviste oportunidad de despedirte de tu amigo?" Antoine respondió -No-. "No debes entristecerte, Antoine, la muerte es el destino que todos compartimos. Si de verdad quieres hacer algo por él, reza, reza mucho. Que sea Dios quien cuide ahora de él. Tu no estuviste con él en sus últimos días, no ha sido culpa tuya", dijo el muchacho, tratando de alentarlo.
Antoine suspiró, elevó su mirada nuevamente en el horizonte y respondió: -No se trata de haberlo acompañado en sus últimos días. Es mas bien el dolor de saber que nunca pude decirle lo que él era para mí, un compañero de vida, un hermano. Siendo todavía jóvenes, tuvimos una discusión. Fueron nuestras diferencias de pensar y actuar lo que nos separaron. Yo fallé, el falló, ambos fallamos. Tratamos de buscar soluciones, cada uno por su cuenta, exiliando de nuestras vidas al otro, porque creímos que era lo mejor y que no merecíamos que el otro nos haga más daño. El tiempo fue pasando, de pronto nos encontrábamos en la avenida principal, cruzábamos miradas y la evadíamos. Poco a poco la evasión era innecesaria porque ya nos habíamos convertido en dos extraños. No volvimos a tener contacto. Nuestra amistad no logró superar nuestras propias heridas y hoy, cincuenta y dos años después, cuando ya no hay nada que se pueda hacer para remediar esa estúpida situación, recuerdo como si fuera ayer el día en que nos conocimos-. Antoine cerró los ojos y se contuvo para no dejar escapar ninguna lágrima frente a Ellian.
El joven enfermero veía por primera vez una faceta de Antoine que nadie conocía. El se caracterizaba por su jovialidad, su alegría y su optimismo. Parecía que nada le faltaba, todos deseaban llegar a una vejez con la suya, en la que no había enfermedad ni circunstancia que opaque la belleza natural que solo él encontraba siempre al vivir. Pero resulta que debajo de toda esa felicidad, había una sombra de su pasado que no se había disipado y ahora, esa misma sombra, que se mantuvo sepultada durante más de medio siglo, había salido a la luz y nada más parecía tener sentido. La desesperanza se había posado en el corazón de Antoine y había oscurecido todo su ser.
Ellian se puso en pie junto a la ventana y dijo: -Muchas veces nos quedamos atrapados en el pasado, observamos sin cesar las escenas de nuestra vida y nos hacemos preguntas sobre por qué sucedió tal o cual cosa, barajando las posibilidades de haber cambiado la historia y buscando respuestas en medio de la misma vieja y dolorosa escena. Miramos el pasado solo para condenar a quien creemos que nos hizo daño pero sin darnos cuenta acabamos condenándonos a nosotros mismos. Nuestra vida se convierte en una tortura. Tratamos de calmar nuestra conciencia empezando de nuevo. Y así vamos "olvidando" el mal rato vivido. Sin embargo, no se puede tapar el solo con un dedo, mucho menos durante cien años, tarde o temprano, esa sombra emerge y volvemos a pagar una condena que no terminará jamás-.
-Antoine, es tiempo de romper esas cadenas. Ferdinand ha muerto y su alma sigue atada al grillete del rencor y la tristeza del corazón. Sí él fue tan amigo tuyo como dices y si vivió, así como tú, preso por esa situación que no lograron enfrentar juntos, como amigos y en su momento; entonces, estoy seguro de que él hubiera querido que tu no sigas cargando la terrible condena del dolor, tristeza, soledad y amargura en el corazón-.
El afligido anciano había dejado correr las lágrimas. Su corazón estaba abatido. Sin elevar la cabeza preguntó: -qué he de hacer para remediar esta situación? Mi amigo ha muerto y no hay nada que pueda hacer-.
-Te equivocas- contestó con voz firme el muchacho. -Hay mucho que hacer todavía. Si de verdad quieres hacer algo por él y por tí, debes aprender a perdonar de verdad-. Antoine replicó: "ya lo he perdonado". Ellian arguyó -no hablo de perdonar por perdonar, sino de la vivencia del verdadero perdón. Ese que es capaz de olvidar lo que ha sucedido, ese que es capaz de sacarte de tí mismo, de dejar de lado tus resentimientos, tu dolor, y de moverte a la vivencia del amor. Ese perdón que te lleva al amor y que te permite volver a empezar, sin reproches, sin ilusiones, consciente de que somos seres humanos y que nos equivocamos, pero con plena consciencia de que cada ser humano, a pesar de sus errores, vale la pena intentar conocer y que es importante para ayudarte a buscar tu felicidad. Este perdón y amor que te hace libre y que te deja amar de verdad y darlo todo por aquella persona que te ha ofendido, porque si te pones a pensar, tu y yo también hemos ofendido y hemos merecido y sido perdonados. Porque nuestros errores no nos determinan, mas bien nos fortalecen y nos dan la pauta para cambiar-.
Antoine cambia de semblante, la expresión de su rostro ha vuelto. Abre la ventana, siente la brisa fría y dice: -Llevo cincuenta años sentándome frente a la ventana esperando ver a Ferdinand llegar hacia mi casa. Me aferré tanto a ese deseo que olvidé disfrutar de la brisa matutina, del caer de las hojas en el otoño y de amar cada día por el simple hecho de haber tenido la oportunidad de ir a verlo y decirle cuánto lo quería, tanto, como si fuese mi propio hermano. Ahora que él ha partido, sigue haciendo cosas por mí y sigue cuidando de mí. Hoy me ha ayudado a ver, gracias también a tí, Ellian, que mientras haya vida hay esperanza. Ya no estaré un día más preso por la tristeza. Lo perdono a él y me perdono a mí por no haber sabido valorar el don de la amistad. Y también desde hoy empezaré a vivir el perdón y el amor y terminaré mis días viviendo al máximo, así como cuando en nuestra juventud, Ferdinand y yo, caminamos en torno a quién nos unió, en torno a Dios.
Ellian y Antoine sonrieron y salieron de la habitación para esta vez sí con toda razón, celebrar con alegría este nuevo año en que Antoine ha vuelto a la vida.
Para reflexionar:
Al final puede que quede en nuestro corazón la pregunta de si es posible vivir de verdad con alegría incluso en medio de tantas pruebas de la vida, especialmente las más dolorosas y misteriosas; de si seguir al Señor y fiarse de Él da siempre la felicidad.
La fidelidad y la perseverancia en el bien llevan a la alegría, aunque ésta no sea siempre inmediata.
Para entrar en la alegría del amor, estamos llamados también a ser generosos, a no conformarnos con dar el mínimo, sino a comprometernos a fondo, con una atención especial por los más necesitados.
Por lo tanto, sed misioneros entusiasmados de la nueva evangelización. Llevad a los que sufren, a los que están buscando, la alegría que Jesús quiere regalar. Veréis que es contagiosa. Y recibiréis el ciento por uno: la alegría de la salvación para vosotros mismos, la alegría de ver la Misericordia de Dios que obra en los corazones. En el día de vuestro encuentro definitivo con el Señor, Él podrá deciros: «¡Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor!» (Mt 25,21).
Extracto de texto tomado de: MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA LA XXVII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2012
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