Un día mas que termina y yo aquí otra vez. Postrado en el sillón de mi balcón. Mi botella en la mano -y mi ya muy gorda bitácora de penurias- que me acompaña en esta fría noche de verano. Mi pelo despeinado por la brisa agustina y adornado por el reflejo de la luz fluorescente del farol eléctrico de la esquina hacen que este cuadro deprimente parezca una escena de Edvard Munch. Desde aquí puedo ver el semáforo de la avenida y su parpadeante luz amarillo que coquetea conmigo mientras que en la calle apenas y se avizora un auto pasar -como si no quedase mas que ese en toda la ciudad-. Es como si solo ha quedado un silencio sepulcral a mi alrededor. Ni siquiera el rechinar del viejo piso de madera de este edificio se escucha. Nada. Creo que esta vez se cumplió mi deseo de quedarme sólo con mi desgracia. Es peor de lo que imaginé. Es todo lo que tengo.
Enciendo un cigarrillo para ahuyentar el frío y el suave olor a tabaco me abraza. Esta noche no necesito olvidar ni leer mi vieja bitácora así que suelto la botella y ésta se estrella contra el piso. Sin embargo, tampoco sé lo que necesito. Esta soledad y la intermitencia del semáforo parecen eternos. No soporto mas. Me da por salir de este vetusto edificio. Entro a mi alcoba y agarro mi chaqueta. Me enrollo una bufanda teniendo precaución de no apagar mi cigarrillo. Volteo y recorro las escaleras a prisa, ansioso. La escalera hasta la salida es un pasadizo lúgubre Me asomo a la calle con la esperanza de que todo ha vuelto a la normalidad y mi insoportable mundo aún sigue ahí. Nada. Todo es igual. Empiezo a caminar colina abajo. Miro a mi alrededor buscando compañía. –¿Dónde está todo el mundo?– me pregunto con el ceño fruncido por el desconcierto –debo estar soñando–, me digo mientras abro mi chaqueta en un intento fallido por frustrar esta sensación con algo de frío. Nada.
Trato de encontrar una respuesta pero todo es muy confuso. Repaso mi itinerario del día para entender cómo y desde cuando ha desaparecido todo el mundo. Concluyo que esto no es mas que una jugarreta de mi subconsciente. A pesar de haber estado todo el tiempo rodeado de gente, apenas ahora vengo a darme cuenta lo necesarios que eran en mi vida. Muchas veces quise que todos desaparecieran para quedarme sólo con mi condena, sin tener que dar explicaciones. –¿Cómo iba a imaginarme yo que mi deseo podía volverse realidad?–. Acelero el paso y agudizo los sentidos con la expectativa de percibir alguna silueta o reconocer algún indicio que me devuelva a la realidad. Nada. No puedo detener la marcha. Avanzo a ciegas a pesar de tener la convicción de que voy hacia ningún lugar. Siento que he caminado por horas, mis piernas tiemblan de cansancio y necesito detenerme. Mantengo la marcha. Por alguna razón extraña no siento sed, pienso que tal vez no sea cansancio físico sino del alma, tal vez ya no me importa. –¿Por qué estoy tan solo?–, me repito queriendo desentrañar una respuesta. Nada.
Llego a un callejón amplio, la avenida está llena de adoquines y una espesa niebla cubre el lugar. He perdido visibilidad. Estoy cansado. Encuentro una banca y me dejo caer en ella. ¿Dónde estoy?– digo en voz alta con la esperanza de que alguien me escuche. Nada. Decido continuar la marcha. Recuerdo que ha pasado mucho tiempo desde que solté mi vieja bitácora de recuerdos. Demasiado diría yo.
Derrotado y desgastado, así me siento de buscar, en vano, respuestas. Desenrollo mi bufanda con resignación. Me tumbo al suelo y caigo al pie de un viejo arce. Ya no tengo fuerza ni para pronunciar una sola palabra. Apoyo mi espalda al tronco y pido al cielo que me ayude. Nada. Permanezco sentado. Recojo mis rodillas para abrazarlas, al menos así no me sentiré tan solo. Comienzo a extrañar todo, a recordar a todos. Los recuerdos borrosos de mi infancia y el sufrimiento de la guerra; la causa principal de mi amargura ahora parece poca cosa. Viene a mi mente la imagen de la familia que me vio partir hace varios años en busca de una nueva vida. Descubro con pesar que al intentar borrar los recuerdos dolorosos de mi vida también borré los recuerdos maravillosos junto a mi familia, los amigos perdidos con el tiempo y todo aquello que me viene en forma de melancolía y me hace llorar. –Debí traer mi vieja bitácora de recuerdos que me rehúso a olvidar, al menos así tendría algo a que aferrarme–, me digo entre sollozos y desdicha al creer que mi vida será para siempre una tragedia. Los recuerdos de la guerra duelen tanto como heridas que no lograron sanar y permanecen abiertas. Cuánto había deseado huir de ellos toda mi vida y, sin embargo, estoy aquí intentando aferrarme a mi dolor al descubrir que ya no me queda nada. Y ahora, ¿qué? Estando aquí, solo, no me queda mas que esperar a que todo esto acabe, sea un sueño o la muerte, ya no sé que es esto que me está pasando.
Si tan solo supiera cómo hacer que todo esto valga la pena. Si alguien pudiese responderme.
Los recuerdos vienen a mi mente. El dolor que me causa rueda por mis mejillas en forma de lágrimas. No hay nadie que lo note, puedo llorar con tranquilidad. Me siento libre. Es como si ya no cargase con las pesadas cadenas del pasado; como si la soledad y mi incapacidad ya no fuesen mis enemigos. Llevo horas así. Esta sensación espantosa es mas llevadera. Ya no quiero estar en este lugar, ya no así. Necesito salir de aquí y solo yo puedo hacerlo. Es mi decisión.
Me incorporo y empiezo a buscar. A cada paso que doy la niebla parece desvanecerse. No encuentro nada. La frustración me susurra al oído. No es fácil pero elijo ignorarla. El tiempo transcurre y me obligo a mantener la esperanza. Parece que he dado vueltas en círculos, he llegado nuevamente al viejo arce. Me dejo caer aunque ya no por desesperanza sino para replantear la estrategia de escape. Apoyo nuevamente mi espalda al tronco del arce con la mirada enfocada al cielo. El otoño se avecina, lo noto por el color marrón que viste los árboles, pronto llegará el invierno y las estaciones pasarán. –Todo pasará–, digo en voz alta y con tono pausado mientras experimento una mezcla entre incertidumbre y paz. Justo entonces, una hoja seca se desprende de la rama y cae en mi hombro movida arbitrariamente por el viento. La observo detenidamente. La contemplo y concentro toda mi atención en su reseca superficie. Pienso y me siento, como esa hoja de arce, obligado a soltarme y caer. Suspiro. Pongo la hoja en la palma de mi mano y me consume la intriga. Mi mirada empieza a alternar entre la hoja en mi mano y la copa del árbol. –¿De dónde cayó? ¿Por qué cayó?–, pienso en voz alta.
Me incorporo y empiezo a buscar. A cada paso que doy la niebla parece desvanecerse. No encuentro nada. La frustración me susurra al oído. No es fácil pero elijo ignorarla. El tiempo transcurre y me obligo a mantener la esperanza. Parece que he dado vueltas en círculos, he llegado nuevamente al viejo arce. Me dejo caer aunque ya no por desesperanza sino para replantear la estrategia de escape. Apoyo nuevamente mi espalda al tronco del arce con la mirada enfocada al cielo. El otoño se avecina, lo noto por el color marrón que viste los árboles, pronto llegará el invierno y las estaciones pasarán. –Todo pasará–, digo en voz alta y con tono pausado mientras experimento una mezcla entre incertidumbre y paz. Justo entonces, una hoja seca se desprende de la rama y cae en mi hombro movida arbitrariamente por el viento. La observo detenidamente. La contemplo y concentro toda mi atención en su reseca superficie. Pienso y me siento, como esa hoja de arce, obligado a soltarme y caer. Suspiro. Pongo la hoja en la palma de mi mano y me consume la intriga. Mi mirada empieza a alternar entre la hoja en mi mano y la copa del árbol. –¿De dónde cayó? ¿Por qué cayó?–, pienso en voz alta.
Llevo muchas horas aquí. La noche se ha vuelto día. Pienso en la caída de la hoja, rauda y dando piruetas involuntarias. No se niega. No rechaza la ley de la gravedad ni las ondas de viento. Cae tranquila porque su ciclo ha terminado, no necesita entenderlo, solo se deja. Pienso en la historia de mi vida accidentada y errante, en perenne disputa con el pasado, con el presente y con el futuro. Tantas situaciones que no pude controlar y que no pude aceptar, justifique en ellas los errores de mi vida. Contemplo la hoja que yace en mi mano, solitaria, muerta. ¿Cómo podía morir ésta mientras esa rama esperaba la primavera rebosante de vida?. Me contemplo ahí, yaciendo junto al arce, como la hoja. Ahora todo tiene sentido. He guardado durante mucho tiempo recuerdos que me han hecho morir, es tiempo de dejarlo desprenderse de mí. Esta soledad no ha sido casual, ¡claro que no! He tenido que pasar por esto para darme cuenta de que mi convicción era cierta, he caminado sin rumbo todo este tiempo y he llegado a este nuevo día. Mi historia ha de ser consuelo para otros, mi presente es mi regalo y mi futuro es la primavera en la que me veré renacido y rebosante de alegría y felicidad. Veo como mi nueva bitácora empieza a escribirse con el color esperanza que no falla.
Respiro profundo, estoy vivo. Que no ha sido un sueño este tiempo y que hoy es el momento perfecto aunque el mundo haya desaparecido. Una vez mas lo intento. Cubro con mi mano mis ojos para no mirar de frente el resplandor del sol de la mañana y giro mi cabeza de un lado al otro hasta que veo una multitud pasar, todos han vuelto, necesitan de mí y ahora toda esa historia vivida me recuerda que estoy vivo. (Rm 5, 3-5)
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