Como haber despertado de un coma, así me sentí. No tanto por desconocer este lugar en el que tantas veces había estado, sino por lo extraño e inesperado de este retorno. Juro que no tengo claras las motivaciones para volver. Lo juro. Me dejé llevar por el irresistible deseo de recorrer nuevamente la avenida Hans-Lorenser hasta dar con aquel viejo edificio de paredes grisáceas —más por el polvo que por lo que quedaba de pintura— que evidenciaba mi ausencia durante tantos años. Me animé a paso presuroso y con la mente en blanco. Al llegar, me acerqué. La entrada lateral seguía siendo tan insegura como la recuerdo. Con recelo me dirigí a la escalera de madera que rechinaba a pesar de mi mesura sin recordar que unos años antes, el ruido juguetón de cada día me daba igual. Sentí calor —estoy nervioso—, susurré como justificándome conmigo mismo sin detener mi marcha hacia la cuarta planta. Me asomé frente al largo corredor que terminaba en el departamento 408. Sentí un fuerte escozor al contemplar ese vetusto umbral blanco y la puerta abierta de par en par. Divisé los rayos del sol que entraban por la ventana y terminaban en el suelo. Era las 4 de la tarde —hora en que el astro rey se prepara para el ocaso y desciende a la posición perfecta para asemejarse a un cañon de luz que ilumina un escenario en plena obra de teatro—. El opaco y polvoriento piso de madera yace inmóvil. Pareciera que yo también.
Cuán extraño es que un espacio inerte sea capaz de acarrear tanta conmoción interior. Mi mente seguía en blanco sin entender porqué estaba ahí. Estático, presencié el recuento mental de aquellos años de felicidad vivida en ese departamento. Y a mi alrededor, nada. Fue un retroceder en el tiempo. No tengo expresión alguna aunque intuí tensión en los músculos faciales —por el aparente rechazo a la idea de re-conexión—. Las memorias vinieron a mi mente como flashes intermitentes e incomprensibles. Quise aproximarme, no pude. En otro contexto, atravesar un umbral sería algo intrascendente; en este momento... no.
Mi mente se saturó de ideas, recuerdos y emociones. El desconcierto y la conmoción cedieron espacio a la claridad de la razón. Reconocí el impulso inconsciente que me trajo de regreso: la aspiración de resanar grietas de un pasado de excesos, conflictos y soledad; y lo que me inmovilizó: el temor a la confrontación. No obstante, estaba allí, fraccionado, suspendido. Para entonces, mi mirada apuntaba al piso. Respiré abrumado y decidí avanzar. Al ingresar a mi antiguo departamento noté el espacio reducido a pesar de su amplitud. Recorrí todas las habitaciones y me detuve en una, atravesado por el dolor. Un pequeño juguete de terciopelo cubierto por un viejo diario me doblegó. Una amarga sensación y profunda tristeza invadieron mi corazón, tanto, que no pude contener una lágrima lastimera que apareció sobre mi mejilla. Me incorporé para cumplir una promesa. Abracé con todas mis fuerzas el aterciopelado muñeco hasta recobrar mis fuerzas y, de repente, estuvo ahí... Una brisa fresca entreabrió la puerta de la habitación y vino hacia mí. Cerré mis ojos y una sensación de calidez recorrió mi cuerpo. Suspiré y sonreí. El dolor, esta vez, fue liberación porque ella estuvo conmigo. Me abrazó. La sentí. Mi pequeña Ivette vino a mí para recordarme aquella promesa que a sus doce cortos años me comprometió a cumplir: que aunque, temprana, la encuentre la muerte, yo aprendería a vivir.
Luego de su partida, yo también partí porque ella fue lo último que me quedó en la vida y la perdí. Y con ella, perdí mi vida. Con el tiempo, empecé una nueva vida, esta vez incapacitado para encarar aquel dolor. Me escabullí durante 25 años del cumplimiento de aquella promesa por temor. !Qué cobarde fui! Qué inútil y estéril fue mi sufrimiento, vano, porque no me permitió descubrir que al trascender el dolor, encontraría para siempre el bálsamo que le daría un nuevo significado a la palabra "amor".
Comentarios
Publicar un comentario