Cuenta la leyenda que en un pueblo muy distante, al norte de los Montes Urales, vivía Madame Mary. Todos hablaban de ella y desde remotos lugares llegaban personas a visitarla. Eran hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, ricos, pobres, todos. Su fama se debía a que poseía un espejo que, se decía, era capaz de mostrar la belleza de todo lo que en él se reflejaba. Decían los ancianos, que desde siempre Madame fue una mujer radiante y hermosa. Que en ella el tiempo no pasaba. Que desde que se le concedió ser la portadora del espejo, se volvió eterna.
También decían que ella acogía, amorosa y cálida, a todos los peregrinos que deseaban ver su belleza reflejada. Sin embargo y a pesar del largo viaje, para muchos, el resultado no siempre era el esperado. Todos los visitantes, se ponían sus mejores linos y sus joyas más ostentosas, todos querían lucir bellos para verse "fielmente" reflejados. Llegaban personas físicamente atractivas, de cabellos dorados como el sol, ojos claros como el cielo y figuras esbeltas y fornidas. Pasaban personas que lucían finos tejidos, con colores brillantes y diseños hermosos. Aquellos que no poseían tanta belleza corporal o material, intentaban mostrar sus propiedades o sus animales, de todo pasaba ante el espejo, porque todos consideraban tener algo bello consigo. Los habitantes del pueblo contemplaban con asombro todas las cosas bellas transitar en dirección hacia el lugar de Madame Mary y sonreían, a veces con ironía, por la seguridad de los caminantes.
Cuando éstos llegaban hasta donde Madame, ella, en silencio, los direccionaba hacia su espejo. Desafortunadamente para ellos, el espejo no reflejaba nada. Al ponerse de pie en frente de la superficie de cristal, su imagen simplemente desaparecía. La cara atónita de los viajeros que no comprendían por qué nada era visible en el espejo. Madame observaba en silencio a todos y cada uno de los que, incluso enfadados, salían del lugar y se marchaban, quejándose de la falaz leyenda. Este inesperado suceso era muy común y cotidiano. Cada día eran muchos los que pasaban ante el espejo y al no ver lo que esperaban, el reflejo de la supuesta belleza que ellos y que el resto del mundo veía, se alejaban, envueltos en frustración y amargura pues comprendían que si la leyenda era verdadera, entonces el espejo se había dañado puesto que ellos se creían bellos y no existía otra realidad más que esa.
Fue después de mucho tiempo que al lugar de Madame Mary llegó un niño, sencillo y curioso, que vivía a unas cuantas aldeas de los Montes Urales. Sus ropas lucían en buen estado, su cabello peinado aunque su rostro había sido cubierto con un polvo blanquinoso pues, seguramente, se habría ensuciado en el camino. Llegó hasta Madame, la saludó y se postró ante el espejo. El pequeño aldeano tenía en su rostro una expresión de intriga y desconcierto cuando se dio cuenta de que su imagen no era reflejada. Después de algunos minutos, miró a la silente espectadora, y preguntó: "¿Podría pedirle a su espejo que me muestre la belleza que Él ve en mí?". Madame sonrió y se conmovió al ver la pureza de aquel niño y, en el silencio, le hizo saber que todos los que llegaron a ver su reflejo, sólo buscaban ver su propia egolatría, eran esclavos de la belleza que el mundo ofrecía, de su vanidad y de sus caprichos; y que por esas razones nunca pudieron ver la verdadera belleza que había en cada uno de ellos, en su interior.
El niño escuchaba con atención y reflexionaba sobre las enseñanzas que recibía y preguntó: "¿Pero alguno le preguntó a usted cómo llegar a ver lo que el espejo ve?" Madame sonrió nuevamente y dijo: "quién acude a mí, acude a aquel que con su reflejo ha de mostrarles la belleza que cada uno posee". Fue entonces cuando el espejo comenzó a reflejar al niño. Lo que el joven aprendiz veía era un gran hombre, lleno de luz, delante de un ejército de ángeles. La belleza que el niño escondía en su corazón, y que solo pudo vislumbrar al acudir a Madame Mary para encontrar la verdad, era la belleza de Dios.
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