En una región española, famosa por sus frondosos bosques, hay un sendero que atraviesa las montañas y que es camino para adentrarse al corazón del país. Antaño había sido uno de los caminos más recorridos por peregrinos de paso que en búsqueda de actividad comercial se movilizaban, a pie o a caballo, por en medio de las montañas. Sin embargo y debido a las comodidades de la vida contemporánea, cada vez se ve con menor frecuencia a estos caminantes que han cambiado sus caballos por rápidos vehículos y eligen caminos menos frondosos para acortar distancias, con carreteras amplias que permiten llegar más rápido y lejos a los viajeros.
Un hecho curioso que destacaba mucho a esta región frondosa es que a pesar de gozar de una espesa vegetación, el sendero que lo atravesaba era árido. Era como si a propósito alguien hubiera tallado ese camino para los transeúntes, pero pareciera que ya nadie utilizara este camino, que ahora era recorrido solo por el viento.
Una tarde, casi al ponerse el sol, el sonido del viento se mezclaba con el de ramas secas que se quebraban al paso de un hombre de avanzada edad que venía acompañado de un niño, de alrededor de unos doce años. Se trataba de un pequeño con su abuelo. Ambos lucían fatigados. A pesar de que la luz del sol era tenue, la temperatura apenas comenzaba a bajar para convertirse en el fresco de la noche. Al notar que anochecía decidieron acelerar el paso, pues sabían que estaban a escasos kilómetros de su destino. A lo lejos, el pequeño caminante divisó un extraño árbol, de no más de dos metros de altura, que llamaba su atención por la particular iluminación artificial que lo cubría, proveniente de un faro incandescente que alumbraba el camino. El niño se sintió muy atraído por el árbol y soltando la mano de su cansado abuelo, salió corriendo a pasos agigantados para llegar a él lo más pronto posible. Llegó el niño al pie del árbol y se detuvo a observarlo desde la raíz hasta la copa. Lo hizo alrededor de tres veces. Suspiró y se volteó para recibir a su abuelo diciendo -Qué árbol tan extraño, abuelito! Es... es feo... pero desde lejos se veía diferente- El abuelo se acercó a su nieto y apoyándose en su hombro, se sentó en el suelo a contemplarlo. El niño se sentó junto a su abuelo y jugaba con una piedrita para olvidar su decepción.
-Es hermoso, es el árbol de la vida!- exclamó el anciano con voz serena.
-No, abuelito, míralo! Está cubierto de espinas, parece árbol pero no es árbol, sus hojas son grandes y gruesas. Ni siquiera tiene flores!- respondió el niño evidenciando su inconformidad.
-Por eso es que es el árbol de la vida!- acotó el abuelo y prosiguió -No es que el árbol sea feo, solo es diferente, diferente de lo que tú llamas belleza. La belleza que esperas ver está en lo exterior, quisiste encontrar un árbol tan frondoso como esta región, con exóticas flores, tal vez soñaste con ver aves anidando en sus ramas-.
-Abuelo, el árbol que describes es muy bello, es mejor de lo que yo esperaba ver!- dijo el niño.
-Este árbol, totalmente opuesto al que te describí es igualmente bello, mi pequeño- le dijo mientras miraba con ternura y sonreía ante la expresión de desconcierto de su nieto. -Este bello árbol se lo conoce como el árbol de la vida. Si te fijas, tiene tronco de árbol pero sus hojas son cactus, en su interior tiene reservas de agua que le permiten sobrevivir a la áridez de este sendero. Es porque este árbol aprendió a vivir aquí, si fuese un árbol cualquiera, hubiera muerto por falta de agua. Lo más feamente notorio a tus ojos es lo que lo mantiene vivo. Lo que es verdaderamente bello de este árbol es que, al igual que en la vida, no se quedó estático en tiempos de sequía, material o espiritual, este árbol demuestra que se debe buscar formas de sobrevivir y permanecer. Eso en la vida se lo conoce como perseverar- hizo una pausa el abuelo para que su nieto pueda apreciar la textura del tronco y notar las hojas espinosas de cactus en su parte superior.
-Pero si logró sobrevivir, de qué le sirven esas espinas? Tiene muchas!- preguntó el niño.
-Esas espinas son su medio de defensa. En el interior de sus hojas está la reserva de agua que lo mantiene vivo, las espinas evitan que las aves de paso picoteen sus hojas y saquen su agua y si eso pasa moriría. Eso en la vida es lo que muchos olvidamos hacer. Nos preocupamos más por lo exterior y dejamos de cuidar de aquella agua interior que nos nutre y que es esencial para la vida: es lo que llamamos fe. Si te das cuenta este árbol no solo se adapto a las nuevas exigencias de su realidad, también procuró tener formas de mantener a salvo aquello que es lo más importante para subsistir-.
El niño seguía contemplando el árbol de la vida mientras escuchaba a su abuelo. Luego preguntó -Este árbol tiene unas flores raras, son como vasos de cactus pero no tienen color ni se les ve semilla, qué es eso , abuelito?-
-Ese ese el fruto de su esfuerzo por vivir. Tu no puedes ver semillas y te parece extraño porque no es agradable a la vista o lo que esperas, como las flores y frutos de otros árboles. Pero en esos pequeños vasos, las aves se posan y se llevan las semillas esparciéndolas por el camino. Eso es lo que en la vida se lo conoce como "dar frutos", cada uno los da según su propia capacidad y posibilidad. Siempre y cuando se haya tratado de mantener siempre a buen resguardo esa agua que da la vida -la fe- y se haya adaptado a los cambios que exige la vida cotidiana-.
El niño había entendido la enseñanza de su abuelo pero le quedaba una pregunta -Abuelo, qué pasa con las personas que no perseveran, que no cuidan su fe y que no dan frutos? Eso me puede pasar a mí?-
El abuelo sabiamente respondió -así como este árbol se dejó transformar para tener vida, así el hombre debe dejarse acoger por la gracia de Dios, hacer de Él su tronco, su soporte, su seguridad; acoger y cuidar la fe que lo nutre y lo mantiene vivo; y dar fruto, aunque parezca inerte e inservible, sea el medio por el cuál Dios se valga para que otras personas también reciban esta lección de vida, esta lección de amor. Y sí, también te puede pasar a tí y a mí, eso depende de cada uno-.
El niño y el abuelo se miraron mutuamente, sonrieron y emprendieron nuevamente su camino. Habían visto cómo en ellos se había cumplido la vivencia del amor. El abuelo en el ocaso de su vida ha sembrado en su joven nieto la semilla de la fe y ha empezado nuevamente el ciclo de la esperanza y el amor.
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