La brisa
fría circulando por las calles del barrio Schnoor y el paso apresurado de miles
de peatones que regresan a casa forman el común escenario de los viernes en la
pequeña ciudad de Bremen, al noreste de Alemania. Para los jornaleros se ha
convertido casi en una tradición el paso por Le Grand Kaffee –una cafetería
francesa que ofrece deliciosas bebidas calientes y postres de sabores exóticos–
el ambiente acogedor al estilo de la Francia colonial hace de este lugar uno de
los predilectos de Bremen. Son las siete de la tarde y el lugar está a toda
capacidad. De pie junto al mostrador está Redmond ojeando su libreta de apuntes
mientras recibe su pedido. En la parte exterior, un peatón se ha detenido a mirar
hacia el interior del lugar –a través del inmenso cristal que cubre el frente
de Le Grand Kaffee–, la expresión en su rostro es de incredulidad, como quien
ha visto un espejismo. En el interior, Redmond retira su pedido y se dirige a
una de las mesas. El hombre del exterior lo observa y de repente sus ojos se
abren como platos, ingresa presuroso y se acerca a la mesa de Redmond.
-–¡Redmond
Baum!– exclama con emoción y hace un ademán con sus brazos invitándolo a
celebrar con alegría. El comensal voltea la mirada y rumea su comida mientras
escudriña información de aquel desconocido en los rincones de su memoria. Se
pone en pie lentamente impulsado por la curiosidad, lo mira de pies a cabeza y
responde en tono dubitativo –¿Acaso eres Stein Weiss?–, echando a reír mientras
en aquel lugar nadie se percata de lo que acontece.
Han pasado
al menos dos horas y el diálogo parece interminable pues se conocen desde
niños. El día que Stein llegó al orfanatorio St. Petri, Redmond jugaba a las
canicas con otros huérfanos del lugar. Al cuidado del Padre Hessel, crecieron
aprendiendo a vivir a pesar de las adversidades –que sin respetar su temprana
edad, arremetió contra ambos, siendo apenas unos infantes–. Redmond fue
abandonado por sus padres cuando apenas tenía 3 años de edad. A pesar de estar
refugiado en St. Petri, sus progenitores nunca volvieron por él. Al poco tiempo
de cumplir la mayoría de edad, decidió emprender la búsqueda infructuosa de sus
padres, de la que desistió dos años mas tarde. Por otra parte, Stein fue
abandonado por su joven madre soltera quien tomó la decisión argumentando que “no
estaba preparada para cuidar de un hijo”. Lo único que se supo de ella fue su
nombre –Sarah– pues ella no volvió a aparecer por el orfanato ni por la vida del
pequeño huérfano. Así como las de ellos, St. Petri estaba llena de historias de
desamor paternal y de niños que luchaban para aceptarse y dejarse acoger por el
amor que el Padre Hessel les ofrecía como medio para sanar sus lastimados
corazones. Él siempre les repetía: “Nuestros sufrimientos son las caricias
bondadosas de Dios”. La mayoría de los niños dejaba el orfanato al cumplir la
mayoría de edad y para ese entonces, eran hombres y mujeres de bien.
–¡¿Cuándo
llegaste a Bremen y cómo supiste que me encontrarías en Le Grand Kaffee?!–,
pregunta Redmond interrumpiendo a su interlocutor quien no paraba de narrar sus
vivencias en su actual país de residencia. –Fue curioso– responde Stein, –caminaba
rumbo al orfanatorio y al pasar por este lugar atestado de gente, llamó mi
atención y me detuve a ver para descifrar de qué se trataba. Vi a un hombre
junto al mostrador, supe de inmediato que eres tu pero preferí esperar hasta
estar seguro, después de todo han sido doce años sin vernos–.
Entre
risas y anécdotas platicaron hasta altas horas de la noche. La mañana
siguiente, a primera hora, salieron rumbo al orfanatorio. Al llegar se
encontraron con aquellas puertas de rejas negras de hierro forjado con rosetas
y volutas que cercaban el amplio patio por el cual corren los escurridizos
niños que llegan cargando con sus retazos de vida, producto del abandono de sus
padres. Fue ese mismo patio y fueron alguna vez dos de esos niños los que hoy
observan, con los ojos llenos de nostalgia y de ayer, desde el exterior. Las
palabras sobraban. El silencio y el brillo en sus ojos eran capaces de
transmitir todo lo que pasaba por sus mentes y corazones.
–¿Sabes?–dijo
Stein, con mirada fija en la puerta principal del orfanatorio–el primer
recuerdo que tengo de mi vida es aquí. Recuerdo todas y cada una de las veces
que pregunté al Padre Hessel dónde estaban mis padres. Allá, debajo de ese
viejo olmo, me sentaba a mirar a las familias felices que pasaban por las
calles y añoraba encontrar a la mía. Soñaba que llegaba el día del reencuentro
y me iba junto a mis padres y hermanos, todos juntos y felices. Pero ese sueño
nunca se cumplió y mi alma reclamaba el afecto de mis padres o al menos,
alguien que esté dispuesto a amarme. Y allí estaba, una y mil veces el Padre
Hessel, secando mis lágrimas, atando los cordones de mis zapatos, jugando al
futbol conmigo, enseñándome idiomas y todo lo que hoy sé. No era un niño feliz
a pesar de que tenía mucho mas de lo que otros niños podían tener en sus hogares.
Y no hablo de juguetes o una “familia” sino del amor que encontré en los
cuidados de ese sencillo sacerdote. Crecí con resentimientos hacia mis padres y
disfrutando con mi mal logrado corazón de todo lo bueno que aquí recibí–.
–Yo fui
muy feliz aquí–, confesó Redmond –aunque nunca lo he dicho antes. Aprendí tanto
del amor del padre, que cada vez que me invadía la tristeza, corría sin dudarlo
a buscarlo para encontrar un consejo o una palabra de aliento. Muchas veces
recibí solo sonrisas o una galleta de chocolate–.
–Las
galletas de chocolate–, interrumpió Stein con una sonrisa nostálgica mientras recordaba su delicioso sabor.
Redmond
prosiguió con su relato –No tuve mayor necesidad de esperar el retorno de mi
familia porque yo ya tenía una. Cada uno de nuestros amigos del orfanato eran
mis hermanos. Tenía un padre, todas mis madres, las Hermanas de la Caridad, que
siempre estuvieron atentas a nuestras necesidades y a ayudarnos en todo.
Reconozco que no fue sencillo pero hoy soy un hombre feliz. El afecto que
necesite y que no encontré en mi hogar, lo encontré aquí, rodeado de historias
de abandono y falta de amor paternal y maternal. De hecho, lo que no tuve
fueron padres, porque el amor y todo lo que necesité si lo tuve, no fue el que
esperé pero si fue el que necesité–.
Stein
continuó el diálogo –Igual yo. Durante mi niñez y adolescencia no lo comprendí,
simplemente no lo pude ver porque le di demasiada importancia a mis carencias y
resté atención a lo que si tuve, que fue lo mismo que tu, a excepción que yo
comía las galletas de chocolate del Padre Hessel acompañado de un vaso de leche
tibia y los mimos de la Hna. Odeth, en la cocina–. Con una sonrisa traviesa,
Stein había revelado su inocente secreto. Redmond también sonrió. –Empecé a
darme cuenta de todo el amor que recibí aquí cuando me fui. Me encontré con el
desamor de hogar pero en grandes escalas. Vi el dolor de otras personas que
aunque tenían todo, mucho era lo que les faltaba. Y en medio de ellos estaba
yo. De pie frente al mundo, en medio del dolor de una sociedad hostil, sonriendo
y enfrentando las situaciones cotidianas con una mirada diferente. En St. Petri
aprendí a vivir el amor y el afecto que el Padre Hessel nos supo legar–.
Redmond
continuó diciendo –Sabes, el abandono sufrido en nuestra infancia pudo ser una
verdadera catástrofe de dimensiones que tal vez nunca terminemos de entender,
pero Dios nos trajo hasta aquí, cargando con nuestras historias, a los
corazones misericordiosos del padre y las religiosas que valiéndose del amor de
Dios, sanaron nuestras heridas y prepararon nuestras vidas para ser lo que
ahora somos: felices–. Hizo una breve pausa y prosiguió. –Nunca hubiera
pensando que nuestra mayor tragedia se convertiría en nuestra mayor bendición y
que estas mismas rígidas y frías puertas de hierro serían la entrada y el
inicio de un duro camino en el que tuvimos que vencer al dolor, a nuestros
miedos, a nosotros mismos para poder dar paso al amor. Cada vez que mira hacia
atrás, veo como es posible transformar el dolor en misericordia, tal como lo
fueron nuestros tutores aquí en el orfanato–.
Stein
volteó hacia Redmond y dijo –Justamente ese es el argumento que me ha traído de
vuelta a este lugar y en el camino te he vuelto a ver. Hablar de esto que nunca
dije ha sido una caricia más recibida, por el simple hecho de volver–.
–¿Caricia?–
preguntó Redmond.
–¿Lo
recuerdas? Nuestros sufrimientos son las caricias bondadosas de Dios–.
Ambos
soltaron a reír y continuaron las anécdotas. Entraron a St. Petri y unos pocos
metros mas adelante empezaron a correr en búsqueda del Padre Hessel. No eran
dos adultos sino esos infantes rodeados felices, que crecieron rodeados del
amor de Dios.
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