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La noche que fue diferente a las otras noches

Aquella noche fue diferente a todas las otras noches. Caía la tarde y todo transcurría de forma habitual entre quehaceres, ajetreos laborales y maromas para llegar a tiempo al grupo de labor social con los indigentes del albergue municipal al que asistía hace unas cuantas semanas atrás y en el cuál encontré –al igual que mis compañeros– un lugar en el que quería estar.

Era esa noche como cualquier otra. Sentados junto a los indigentes, platicando, aconsejando y escuchando amenas conversaciones matizadas por las aventuras y desventuras vividas por nuestros sencillos amigos a lo largo de su tan magullada vida. En un ambiente de confianza, los vestidos, la situación económica, los problemas y todo lo exterior era accesorio; lo que hacía tan peculiar esta convivencia –aunque momentánea– era la amistad y el deseo de estar juntos los unos a los otros.

El albergue cobijada aproximadamente a 150 personas, de todas la edades, entre adultos y niños. Nosotros, apenas 12 voluntarios, asistíamos 2 veces por semana a visitarlos y acompañarlos. Debido a las múltiples necesidades, teníamos pocos espacios para fraternizar con ellos puesto que en el afán de atenderles, las 3 horas de la jornada transcurrían casi sin que lo notemos mientras nuestros brazos se convertían en una especie de tentáculos de pulpo para poder alimentarlos, escucharlos, abrazarlos y todas las formas de afecto que naturalmente nos manifestabamos.

La alegría en sobreabundancia era el pago que recibíamos al final de las jornadas. Sin embargo, esa noche experimenté una sensación nueva y particular. De entre todos los beneficiarios había uno, mi preferido y mas cercano amigo en ese lugar –Jaihr, con quien converso desde que llegué al albergue–  esa noche me confesó que había perdido la esperanza de vivir y clamó a la muerte que no tarde mas. Fue muy difícil ayudarlo a cambiar su perspectiva pues mis palabras, aunque lo consolaban, no eran capaces de arrancar de su mente los recuerdos de una vida llena de tropiezos, enfermedad, abandono y soledad. Su apesadumbrado corazón buscaba alivio y me había elegido a mí como su paño de lágrimas. Debido a su estado, esa noche me dediqué por entero a escucharlo. Dos horas mas tarde aquella pesadez era mucho menor. Jaihr, mi desesperanzado amigo, había encontrado en mis palabras razones suficientes para poner su mejor cara a las adversidades propias de la vida y continuar. No puedo negar que me sentí satisfecho y complacido y que luego de eso fue muy fácil sonreír –todos los voluntarios lo hacemos– en señal de aliento y esperanza a todos nuestros beneficiarios.

Creí que este hecho diferenciaba a esa noche de todas las demás noches cuando, en realidad, aún mi vida no había cambiado o al menos eso creí.

Al salir del albergue, caminamos todos a la estación de trenes que queda a unas pocas cuadras. A esa hora de la noche terminan los turnos de la zona industrial y los trenes están saturados de operarios, obreros y guardias de seguridad. Y nosotros en medio de ellos, apresados en aquel espacio atestado de gente, solos, cada uno donde mejor pudiera acomodarse, durante los 90 minutos que dura el viaje de regreso a casa.

Fue aquí donde esta noche diferente empezó, o al menos eso creí. Aquella noche fuimos afortunados porque no tuvimos que correr para alcanzar el tren e inexplicablemente encontramos asientos disponibles. Todos nosotros buscamos acomodamos donde pudimos. Tomé mi asiento y saludé a una de mis compañeras de servicio a quien solo conocía de vista y con quien había hablado escasamente en medio de las agitadas jornadas en el albergue. Fue un "hola", corto y cortés el que mas adelante abriría un diálogo que no terminaría jamás. Yo seguía pensando en la situación de Jaihr. A pesar de estar apesadumbrado fue mas fuerte la costumbre y sonreí como si aún siguiera en el albergue. Este simple gesto que aprendí en las jornadas como una forma de sosegar el dolor de la pobreza de nuestros amigos indigentes, se había convertido para mí en un arma poderosa con el cuál lograba esconder mis dilemas y pasar desapercibido, podría decirse que de todos mis interlocutores. Para disipar el pensamiento saqué mi ipod y mis audífonos para escuchar mi disco "Riding with the king", que Eric Clapton canta a duo con B. B. King y que me funciona bien como un sedante para calmar mis pensamientos. 

Bajo el efecto de la música, mi mirada permanecía pasmada en la nada. El reproductor sonaba y no simplemente no estaba allí. Salí de mi letargo al sentir un golpe en mi brazo izquierdo. Se trataba de Danna, mi compañera voluntaria quien al notar mi estado catatónico intentó hacerme reaccionar con disimulo. –Te noto cansado– me dijo. Asentí con la cabeza pues no estaba de ánimos para entablar una conversación. Volví a sonreír, tratando de desviar su atención. –¿Qué es eso que te tiene cargado?– preguntó. No pude ocultar mi sorpresa por su directa pregunta y respondí con ironía diciendo –¡Vaya!  Tienes a punto tu sexto sentido–. Para mi sorpresa no reacciono con enojo, mas bien con mucha calma y esbozando una pequeña sonrisa me dijo: –Dímelo de una vez, ¿Qué te sucede?–. Sonreí de vuelta y respondí –Nada, es solo cansancio– y con un gesto de amabilidad le cedí mi ipod para que ella pueda disfrutar de la música. Ella lo tomó con agrado y se los puso enseguida. Mi miró complacida por mi gesto y le devolví una sonrisa corta y deliberadamente fingida –que habitualmente me permiten cortar cualquier posibilidad de diálogo sin resultar ofensivo ni grosero– puesto que seguía cargado por la tristeza de mi amigo. Ella, con mucha tranquilidad apartó el aparato, con su mano tocó mi pómulo derecho haciendo que la mirase. Sin reparos, me dijo: –puedo sentir que hay algo que te tiene apesadumbrado, si quieres hablar, puedes confiar en mí–. 

Ante tal elocuencia, no me quedó mas que tratar de disimular mi sorpresa. Por alguna razón que en ese momento no logré entender, le platiqué a vuelo de pájaro la situación. Ella hizo una lectura interior tan profunda y asertiva que antes de llegar a la estación mi espíritu se había liberado de aquella carga tan pesada que llevaba a cuestas. Ella me agradeció por la confianza depositada pero yo no terminaba de salir de mi asombro y daba respuesta cortas en medio del diálogo.

Fue precisamente esa situación en la que mis "estrategias de auto protección" no funcionaron lo que hizo a aquella noche diferente –y particularmente mía pues fui yo el único que podría percibirlo. Los días siguientes, en mi cabeza seguía el tono de su voz y la calidez de su mirada. Me sentí agradecido por encontrar una persona capaz de entrar en mí sin vacilar y el hecho de que en ella, yo haya decidido confiar, aún cuando por lo general me resisto.

Desde ese entonces fue muy fácil darme a la amistad con Danna. Pasaron los días y aprendimos, ambos a confiar nuestras cosas al otro y, sobretodo, ayudarnos a crecer. Fue una relación de amistad llena de espontaneidad y cariño. Entre risas, juegos y apoyo mutuo algo cambió súbitamente cuando una noche al finalizar nuestro servicio social apareció Edmund. Descubrí que ella no estaba sola. Algo inesperado sucedió, un sinsabor, un desaire por la escena que estaba presenciando. Definitivamente, algo se había salido de control y no me había dado cuenta, hasta ese momento. Decidí tomar distancia para atender unos pendientes –pretextos míos– pero fue en vano. Conforme pasaron los días, los diálogos se tornaron mas frecuentes. Danna y yo nos complementábamos y lo sabíamos. Llegado a este punto ya no era posible echar marcha atrás. 

Me tomó varios días reconocer y aceptar aquello que sucedió en mí pero una vez claro en mis pensamientos, una noche, estando reunidos hablando de la vida, le participé toda la historia vista desde mi perspectiva. Le dije todo lo que pasó aquella noche diferente en la que ella entró en mí y en la que yo la encontré. Le hablé de cómo desperté de aquel sueño en el que creí que estando solo era feliz. Le narré cómo ella me dio el valor para cruzar el lago de la soledad y de cuánto estaba dispuesto a cambiar de rumbo, lejos del mundo, con tal de atracar en su corazón. 

Danna escuchó cada palabra y observó con ternura cada gesto. Bajando su mirada enternecida me habló de ese sentimiento de culpa por todo lo que estaba sucediendo. Me dijo que lo que entre nosotros nació era una hermosa amistad que había calado profundo en su corazón. Que tal vez si nos hubiéramos conocido antes todo sería distinto. Terminó su discurso diciendo que era feliz con Edmund, que tal vez deba esperar. Yo la miré. Ella me miró. Lo mas triste fue que ninguno pudo decir con libertad "te amo". Ambos nos enamoramos sin darnos cuenta y decidimos respetar aquello que no podíamos cambiar.

Renegué de mi desdicha en silencio y sentí el sabor de la derrota. Ella dejó rodar una lágrima por su mejilla y calló. Ambos nos despedimos con un abrazo y decidimos continuar con nuestras vidas.

Desde aquel día yo desaparecí de su vida. No podía estar lejos de ella pero no podía estar cerca de ella. Consideré que la mejor opción era no interferir. Me tomó mucho tiempo entender cómo es que llegué a esa situación y el porqué. Me pregunté muchas veces si valió la pena depositar mi corazón en aquella mujer que entró a mi vida sin avisar y aún mas si fue correcto pedirle que no se aparte de mí. Fueron muchas la preguntas sin respuesta así que en lugar de arrepentirme, preferí quedarme con todo lo que vi en ella, con todo lo que aprendí y con todo lo feliz que fui. Fue tanto lo que tenía que agradecerle y todo lo que hizo por mí, sin siquiera tener idea de qué ni cómo lo había hecho. Después de todo, la noche que conocí a Danna fue la primera noche diferente de todas las otras noches. 

Sabía que la experiencia interior tan fuerte vivida no debió ser un hecho aislado y no me refiero a los hechos exteriores en torno a cómo se dieron las cosas, sino al descubrir gracias a la libertad de Danna –y capacidad para entrar en mí– que era necesario que empiece a reconocer aquel corazón que ella encontró antes que yo mismo, dándome paso a exteriorizar mi capacidad de amar y de convertirme en un mejor hombre, amigo, hermano y cómplice. Recuerdo que todo comenzó con la crisis de Jaihr y recuerdo aquella amarga experiencia de aferrarse al dolor de mi amigo y hoy, con mucha claridad puedo entender que en su tristeza me veía reflejado a mí mismo, prisionero y fiel amigo de la soledad, la desesperanza de Jaihr era igual a la mía, frente a mi vida y mis posibilidades de llegar a amar. No termino de entender cómo es que una cosa me llevó a la otra. Lo que si entiendo es que la sabiduría infinita y sabia de Dios que gobierna todo con justo orden, peso y medida me eligió a mí para descubrirla presente en todas y cada de las situaciones ocurridas. 

Hoy, años mas tarde, soy feliz. Aprendí que vez que experimentaba la falta de amor, en realidad iba aprendiendo y preparando mi corazón para el amor que ahora lo comparto con mi esposa, mis hijos y las personas que me rodean. Aquella noche fue diferente de las otras noches porque fue la noche en la que mi corazón empezó el recorrido que me conduciría al verdadero amor, al de Dios, que desde siempre estuvo grabado en lugar que menos imaginé, en mi interior.

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