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Maldita libertad

Eran tiempos de guerra, la hostilidad y la violencia requería –según las autoridades de aquel entonces– un lugar capaz de acabar con el mal social a cualquier precio. La vieja prisión de Carabanchel era reconocida por sus antiguas e inhumanas tradiciones penitenciarias aplicadas a cientos de reos que abarrotaban el lugar.  La condena, además de la gravedad del delito cometido se agravaba o atenuaba dependiendo de la conducta de los reclusos. A diferencia de otras prisiones, en esta, las celdas yacían dispuestas en una torre subterráneas de ocho pisos de altura, de los cuales, solo el octavo sobresalía del suelo mientras que los siete primeros permanecían ocultos debajo de la tierra, tanto que, a mayor profundidad, mayor tinieblas. Era una infierno. Centenares de hombres agolpados a las sombras en estrechas celdas que cuadruplicaban su capacidad. 

El horror de sobrevivir en tales inhumanas condiciones desembocaba en el cambio notable de los reos. Todos pasaban por el mismo proceso: el recién encarcelado –ruidoso, agresivo, violento, histérico e insensibilizado ante el dolor ajeno– protagonizaba riñas con otros presos mereciéndole ser desterrado a los pisos más profundos, por varios días seguidos. Para cuando terminaba el castigo, la terapia de oscuridad, humedad y escaso alimento, poco a poco, había quebrantado toda voluntad. 
El deseo de volver a ver a ver un poco de luz era mas fuerte que esa terapia de dolor, oscuridad y olvido; de este modo, al recluido recuperaba aquella sensibilidad humana perdida, pues estando allí, recibían la misma indiferencia que ellos propinaron a las víctimas de sus crímenes mientras estaban en libertad.

Nadie osaba atravesar aquel lugar. Ninguno, excepto Baudilio. Un hombre de cincuenta y cuatro años de edad. Recluido por asesinar violentamente a un hombre, quien según él, había sido su agresor durante más de una década, obligándolo –desde su niñez– a cometer atrocidades y otros delitos menores. La pobreza extrema de su familia y la falta de amor de parte de sus padres aceleraron la transformación que convirtió a aquel niño inocente en un asesino cruel, vengativo y rencoroso. La vida de Baudilio era ya un infierno desde antes de ingresar a Carabanchel, tanto, que fue el único preso que logró adaptarse con relativa facilidad a aquel horrendo escenario de oscuridad y soledad que otros llamaban calvario, para él se convirtió en su lugar seguro. Inmerso en las sombras, ni siquiera el mismo era capaz de ver su maldad. Las celdas eran tan frías como su despreciado corazón. Allá abajo no esperaba nada de nadie y no había quien pueda propiciarle mas sufrimiento, no tenía a nadie. Prefería no ver nada que soportar la mirada indiferente de todos. Para él, escuchar el silencio era menos doloroso que no tener quien quiera escucharlo. Mal nutrirse con piezas de pan remojado por la humedad era menos malo que tener que alimentarse con el desprecio de quienes debieron amarlo. 

El tiempo allí dentro parecía no pasar, mas, la eterna condena de treinta y cinco años estaba a próxima a terminar. Baudilio hacía veinte años que había perdido la noción del tiempo y no tenía idea de que muy pronto sería devuelto a la libertad.

Varios meses después, desde el piso superior, se escuchó los gritos de un celador: "¡Baudilio, Baudilio! Prepara tus cosas que mañana te irás de este lugar". 

En Carabanchel, ese grito era como un oásis en medio del desierto y devolvía el deseo de vivir de todos los presos. Todos desearon marcharse de ese infierno desde el primer día, todos, menos Baudilio.

La tan esperada noticia se corre de preso en preso hasta llegar a los últimos niveles, a la celda de Baudilio. Sus compañeros se lo repiten todos coreando a una sola voz pero él decide ignorarlos. Los convictos repetían el mensaje. Él no lo acepta. No responde. En su celda, la escasa luz delinea una silueta tumbada en una esquina, abrazando sus rodillas, indiferente. Aunque todos esperan respuesta, no pronuncia palabra. Pareciera no estar. Los otros presos, llevados por la duda, permanecen al pie de su celda. Lo llaman por su nombre. No se inmuta. Nadie dice nada. Ninguno conoce la historia de Baudilio –siempre fue un solitario–. No esperarán mas, deciden volver a sus celdas. 

La normalidad vuelve a la celda de Baudilio. Oscuridad y silencio en el exterior. Escándalo y horror en su interior. Los pensamientos no dejan de atormentarlo. Se pregunta: –¿Libertad?–, eso es su celda para él. La prisión está allá arriba, se niega a regresar al dolor, pensar en su infancia y juventud le da repulsión. Desprecio, indiferencia, volver al mal, esa es su suerte. ¿Por qué querría regresar a ese infierno? ¿Quién podrá salvarlo de esa condena?. La muerte sería mejor que volver a ese cruento lugar de tormento que todos llaman libertad. 

No se resigna a tan injusto destino. Baudilio al fin se incorpora. Sale de su celda. Busca al celador y pide que revoquen aquella orden. Pero ya nada se puede hacer. El prisionero ahora es libre y a la mañana siguiente debe ser puesto en libertad. Es el final. Baudilio intentó cambiar su suerte con otro prisionero. No fue posible. Para él hubiese sido mejor que alguien arrebatase su vida en ese mismo instante. Pero el tiempo, ahora transcurre rápidamente. El inevitable momento se acerca. En la celda de Baudilio, una amarga y desesperanzadora espera.

El celador se acerca a la celda. Antes de partir debe registrarse la salida y hacerse los papeleos de rigor. La noche cae. Baudilio no puede quitar su mirada de la puerta de salida. Lo que para cualquier otro sería el motivo de mayor felicidad, para él, es la puerta de entrada al infierno. No habla. Solo observa fijamente. Todo está listo. El celador lo pone en pie y lo deja fuera del reclusorio. Las calles se ven mas oscuras desde fuera debido al temor. Con escalofríos y a paso apretado, no tiene mas remedio que avanzar, ahora por si mismo. Los portones de la prisión se abren. Baudilio es libre. Recorre unos cien metros de su libertad. Se detiene en la fría noche camino hacia ningún lugar. Mira con horror su futuro. Aprieta sus puños como quien contiene la ira. Se voltea y observa lo que el llama su verdadera libertad, Carabanchel y su oscura celda. Allá encerrada quedó su libertad. Observa el movimiento de los celadores. Decide regresar. Espera un momento de distracción de los guardias. No quiere levantar sospechas. Se quita la ropa que le dieron al salir y se queda con los harapos que usaba en su prisión. Los celadores están distraídos, ha llegado el momento de irrumpir en su libertad. Corre hacia la pared lateral de la prisión. Escala con agilidad. Un celador se percata del intento del prisionero. No lo reconoce. Por su aspecto harapiento sospecha que es un prisionero en intento de fuga. Se activan las alarmas. Los otros celadores preparan sus armas y alistan la emboscada Baudilio es sorprendido trepado en la mitad del muro lateral. Disparan. Una bala impacta su pecho. Cae hacia dentro de la prisión. Agoniza. Los celadores lo rodean y lo reconocen. No entienden lo que ha sucedido. Ya no era un preso sino un ciudadano libre. El director de la prisión sale presuroso al recibir la noticia de lo acontecido. Se acerca. –Baudilio, ¿qué has hecho?–, le dice. 

Baudilio, tendido sobre el piso de Carabanchel y mirando hacia el interior de la prisión, extendiendo su brazo y con sus dedos entre abiertos, pareciera que está por alcanzar algo imposible. Su mirada perdida y llena de nostalgia evidencia algo grande y. la expresión de su rostro lleno de paz como de quien sabe que todo estará bien. Todos rodean su agonía y nadie entiende. Baudilio respira con dificultad. Con la mirada se despide de quienes lo acompañan en ese gran momento. Con su último aliento, responde –les agradezco a todos por estar aquí, conmigo. Después de todo no moriré solo. Cuando me exiliaron a esa maldita libertad, creí haber muerto, que volvía a mi condenada vida de dolor y maldad. Y ahora que he vuelto a mi hogar, me preparo a morir, y finalmente gozaré de mi verdadera libertad, donde ya no seré mal ni habrá dolor. Cuanto me alegra poder ir a un lugar donde pueda descansar en paz–. 

Y Baudilio cerrando sus ojos, expiró.




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