Corinne tiene los cabellos negros. Su blanca piel contrasta con su mirada oscura y profunda. Es pequeña y delgada. Su casa queda está rodeada por un llano bastante extenso donde los animales pastan y los árboles que bordean el vasto terreno se estremecen con el paso del viento. En medio del hermoso jardín, un árbol fuerte y maduro del que cuelga un solitario columpio –regalo de su padre– en el que la ella se sienta cada tarde y se mece durante largas horas mientras contempla el llano con la mirada perdida, vacía, triste. A pesar de la laboriosa vida de campo, Corinne tiene la capacidad de hacer que los trabajos mas forzosos parezcan ligeros y llevaderos. A sus escasos doce años, ha sabido demostrar que es capaz de lograr grandes cosas. En su hogar, sus padres la contemplan con amor y admiración, reconocen en ella una niña especial que tiene todo para ser feliz.
Sin embargo, Corinne no lo es. Hay una pena en su corazón que nadie conoce y nada parece mitigar. Su mirada entraña soledad, tiene un dolor que es difícil interpretar. Juega solitaria en su columpio y no deja de mirar la llanura. Ni siquiera los hermosos atardeceres que se aprecian desde su hogar logran persuadirla de su estado. Su padre y su madre quieren hacer algo por ella pero todo resulta infructuoso.
Su padre, quien realiza viajes a lejanas regiones buscando expandir sus negocios, ha escuchado que al otro lado del continente se comercializa productos de todo el mundo y se embarca en una larga travesía que durará varios meses, lejos de su familia y su tierra. Amoroso, lleva grabada en su corazón la tristeza de su hija y rezará por ella cada día mientras dure su regreso.
El tiempo pasa y el padre está de vuelta con un regalo para Corinne. Trae consigo un nuevo recurso para sacarla de su soledad, una hermosa y exótica flor, típica del sur de la India. Sus hojas, de color rojo brillante, resplandecen con la luz del sol. Corinne la recibe con mucha alegría y sus padres no lo pueden creer. Sus ojos han vuelto a brillar y en su rostro se dibuja una sonrisa cálida. Cargada de su bello presente, se dirige hacia el lugar donde pasa mucho de su tiempo. Junto al árbol y su columpio ha sembrado su flor y con amor le prodiga sus cuidados. Desde aquel día, sus padres recuperaron la paz y la niña ha recuperado la esperanza.
Tiempo después, arriba al pueblo un barco cargado de extranjeros que buscan en la región un nuevo lugar para vivir. Los nuevos vecinos son una familia suiza de cinco miembros. El menor de ellos, Max, un niño de once años, de sonrisa amplia, juguetón y alegre, guarda en su inocencia una cualidad particular, es muy observador y no deja de preguntar hasta saciar su curiosidad. Así como su vecina, el niño debe ayudar en las labores de campo. Terminado su quehacer, prefiere los espacios donde pueda correr libremente, abriendo sus delgados brazos cual gaviota, surca el terreno buscando nuevas aventuras con su imaginación. Ha dado varias vueltas antes de detenerse. Observa el árbol y contempla el columpio y piensa que ha llegado el momento de elevar el vuelo y surcar los aires. Presuroso, se acerca al árbol –al mismo tiempo que Corinne, quien llega primero y toma posesión de su balancín–. Max, mira con deleite esperando el despegue de la niña y nota que ella no se eleva sino que su mirada está plasmada en el suelo en una flor.
—¿Por qué no alzas el vuelo?—, pregunta el curioso niño.
—No puedo. Tengo miedo perder mi flor–, responde Corinne.
—Es una bella flor, pero ¿a dónde iría?—, dice Max.
—Eres muy pequeño, no entenderías—, replica la niña mientras se balancea con suavidad. —Mi flor espera por mí cada tarde y yo muero por ella, es tan delicada, tan hermosa, tan mía. Desde que ella llegó a mí, aprendí a poner todo mi amor a su disposición y aunque ella no me habla ni me mira, soy feliz estando aquí, a su lado—.
—¿Me dejas volar?—, pregunta Max, refiriéndose al columpio.
—¿Volar?–.
—Sí, ¡libre como una gaviota!— contesta el niño mientras sus ojos brillan al imaginar el movimiento del columpio.
Esa elocuencia y entusiasmo sorprende a Corinne, quien sonríe por la sencillez de su pequeño vecino y cediéndole su puesto, ahora tiene algo mas que observar: su flor y el vuelo de Max, desplazarse por el viento como una gaviota. Entre ambos, germina una amistad que se acrecienta entre risas y juegos. Poco a poco, los niños empezaron a jugar, a sonreír a volar. La flor y el columpio eran testigos del paso del tiempo y en silencio presenciaban a la niña convertirse en mujer. La flor, a pesar de los cuidados de Corinne empieza a marchitar y ella sufre viendo que su primer amor empezaba a morir. El rojo resplandeciente de sus hojas se ha tornado marrón oscuro, sus débiles pétalos buscan el suelo. La mirada de Corinne han perdido su fulgor y sus alas ya no pueden alzar el vuelo.
A su costado, Max, quien ya ha empezado a convertirse en un hombre, observa melancólico como su amiga se apaga apocada por la pérdida de su pequeña flor. Quiere hacer algo pero nada es suficiente. Su amiga ya no lo mira. Algo ha cambiado entre los dos, pero el sabe que no es el momento y calla. Prefiere dejarla a solas, no se despide, solo se aleja. Todo esto sucede sin que ella se percate de que la pequeña pérdida puede convertirse en una pérdida mayor.
Mientras tanto, Corinne dedica toda su atención a su flor. A solas con su tragedia, se niega a dejarla morir. La riega, abona la tierra, le canta canciones de amor, nada. Por mas que lo intenta, la marchita se niega a recibir amor y solo devuelve indiferencia. No solo es la flor que muere sino que Corinne muere con ella. Después de varios intentos, el tallo de color marrón negruzco, sin hojas y sin vida permanece erguido sobre el suelo como izando el recuerdo del amor mas grande que Corinne tuvo alguna vez. La joven mujer llora su flor desde el columpio –esta vez sin movimiento–. No acepta su pérdida. Se siente culpable por la pérdida. Se mira a sí misma y ve en ella su incapacidad de amar a otra flor. No habrá flor que quiera ser cuidada por ella. Siente miedo de volverla a perder.
Así pasaron las semanas y ella continúa ahí, inerte en su columpio sin poder olvidar la pérdida. A lo lejos divisa a un hombre en los jardines de Max, detrás de unos arbustos, concentrado trabajando la tierra, a diario, dedicando horas a la misma secreta actividad. La tristeza de Corinne es mayor; por dedicarle toda su vida a su flor, perdió de vista a su amigo y hace algún tiempo no lo ha vuelto a ver.
Las hojas secas que caen del árbol y la brisa que agita el columpio advierten que el otoño está por llegar. El aire circulando entre sus brazos sujetos a las cuerdas del columpio la invitan a volar. Corinne recuerda cada vez mas y mas a Max. Decide rendirle un tributo a su alegría, se hace con el cabello una cola, se agarra de las cuerdas, dar unos pocos pasos hacia atrás, se impulsa y se suelta. Surca los aires con los ojos cerrados. La fresca brisa circula por toda su piel. Había olvidado lo hermoso que es volar. La expresión de nostalgia de a poco empieza a dibujarse de su rostro. El aire continúa disipando su dolor. La comisura de sus labios delinea una sonrisa. Su cuerpo se deja llevar y sus cabellos oscuros danzan en el aire. Pareciera como si nunca se hubiera ido la flor, ella ha vuelto a vivir y en su pensamiento solo está el recuerdo de su amigo, quien le enseño a volar, de aquel alegre niño que le enseño que la amistad era mas importante que su flor. Aunque el recuerdo le evoca el anhelo de volverlo a ver, Corinne no entristece, esperará por el retorno de su amigo y esta vez estaría dispuesta a estar ahí para volar juntos.
Las semanas siguientes en el columpio bajo el árbol solo se respiraba alegría. A pesar del panorama muerto y sin hojas, propio del otoño, el brillo en los ojos de Corinne convertía su estadía en una eterna primavera. Sin darse cuenta, su corazón había empezado a sanar y ahora solo quería volar. Un día, estando ella en su columpio, escuchó una voz ronca que la llamaba por su nombre.
—Corinne—.
—¿Sí?—, respondió la niña, ahora, convertida en una hermosa mujer. —¿Qué puedo hacer por tí?—, respondió extrañada ante la pregunta de aquel desconocido.
— ¿Por qué no alzas el vuelo?—, preguntó el extraño.
Corinne recordó aquella pregunta pero no entendía porqué aquel hombre se la hacía. Sin embargo, necesitaba saber si sus sospechas eran certeras y continúo el juego, diciendo:
—No puedo, porque he perdido mi flor—.
El joven hombre sonrió y sacó de una bolsa una caja decorada con un lazo rojo brillante. Extendió sus brazos hacia Corinne, diciendo:
—Entonces tengo algo para ti— y entregó la bolsa a la joven mujer.
Corinne abrió la caja y se trataba de una flor, diferente a la primera pero igual de hermosa. Tenía un tallo fuerte y verde. Sus hojas amarillas cubiertas con rocío y un aroma excepcional. Abrazó su regalo y mirando a la flor dijo con voz nerviosa:
—Todo este tiempo te vi y no te reconocí. Pensé que te había perdido por ocuparme de esa ingrata flor, aferrada a ella, muriendo con ella. Mientras volvía de la muerte, tu ahí, ocupado en tus tareas de sembrado. ¿Por qué nunca viniste a mí? ¿Cómo es que te convertiste en este hombre que se posa frente a mí? ¡Max, te he extrañado tanto y siempre estuviste ahí, cerca a mí!
El niño que se había convertido en hombre, esbozó una pequeña sonrisa y respondió:
—Decidiste cuidar de tu flor y yo decidí cuidar de ti. Tu a tu modo y yo al mío. Mientras tu llorabas tu pérdida, yo decidí continuar, cuidar de ti, esperar por ti. Mientras todo esto pasaba me convertí en este hombre que ahora ves. Y mis tareas, pues, día a día me viste cuidar esta flor que hoy te entrego. Tuve que regarla, podarla, amarla por ti, mientras tu no eras capaz de hacerlo por ti misma, aunque sabía que algún día estarías lista para volver a amar y hoy, al verte sonreír mientras te balanceabas en el columpio, supe que ese día había llegado. Y ahora, ya no debes preocuparte por amar a esta flor porque ella sabe como amarte a ti, ella te enseñará cada día, solo tienes que regarla y cuidarla mientras ella cuida de ti. Cuando venga a ella, no deberás ser egoísta, aprenderás a darle tu vida, a compartirla, a disfrutarla con ella, porque la belleza verdadera no está en lo que hacemos sino en cuanto amor le ponemos. Esta sencilla flor te enseñará que a pesar de nuestros errores, siempre podremos volver a amar—.
Después de escucharlo con atención, Corinne está sorprendida. Descubre ese anhelo de volverlo a ver revelado en forma de amor; suelta la flor en el suelo y se abalanza sobre Max, lo estrecha fuertemente entre sus brazos, lo besa con ternura, dirige su mirada hacia él, seca sus lagrimas y con voz enamorada y feliz le dice:
—¿Me dejas volar?—.
—¿Cómo una gaviota?—responde, Max.
Bello y profundo mensaje :)
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