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No ha sido miedo... ha faltado un renglón.

Para empezar, es preciso saber que, según su definición, miedo es la angustia por un riesgo o daño real o imaginario; recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea. Es una palabra heredada del latín “metus”. De su definición, hago referencia a aquella parte que refiere a la aprensión a que suceda algo contrario a lo que se desea. Entonces, si aspiro a enfrentar el miedo de mejor manera, cabe la pregunta: ¿Qué deseo? Por definición, desear es tener una persona interés o apetencia por conseguir la posesión o la realización de una cosa; querer determinada cosa, generalmente buena, para alguien.   Al asocia términos, encuentro que el deseo es un anhelo manifestado de un individuo y el miedo sería la reacción consecuente ante la posibilidad de que ese anhelo no se cumpla. Deseo y miedo parecieran ser dos compañeras de viaje. Esta planteamiento me abre otra interrogante: ¿Qué otro compañero va en este viaje? Y si existe, ¿Dónde está? Volviendo al pun
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Volver

Como haber despertado de un coma, así me sentí. No tanto por desconocer este lugar en el que tantas veces había estado, sino por lo extraño e inesperado de este retorno. Juro que no tengo claras las motivaciones para volver. Lo juro. Me dejé llevar por el irresistible deseo de recorrer nuevamente la avenida Hans-Lorenser hasta dar con aquel viejo edificio de paredes grisáceas —más por el polvo que por lo que quedaba de pintura— que evidenciaba mi ausencia durante tantos años. Me animé a paso presuroso y con la mente en blanco. Al llegar, me acerqué. La entrada lateral seguía siendo tan insegura como la recuerdo. Con recelo me dirigí a la escalera de madera que rechinaba a pesar de mi mesura sin recordar que unos años antes, el ruido juguetón de cada día me daba igual. Sentí calor —estoy nervioso—, susurré como justificándome conmigo mismo sin detener mi marcha hacia la cuarta planta. Me asomé frente al largo corredor que terminaba en el departamento 408. Sentí un fuerte escozor al

La hoja de arce

Un día mas que termina y yo aquí otra vez. Postrado en el sillón de mi balcón. Mi botella en la mano -y mi ya muy gorda bitácora de penurias- que me acompaña en esta fría noche de verano. Mi pelo despeinado por la brisa agustina y adornado por el reflejo de la luz fluorescente del farol eléctrico de la esquina hacen que este cuadro deprimente parezca una escena de Edvard Munch. Desde aquí puedo ver el semáforo de la avenida y su parpadeante luz amarillo que coquetea conmigo mientras que en la calle apenas y se avizora un auto pasar -como si no quedase mas que ese en toda la ciudad-. Es como si solo ha quedado un silencio sepulcral a mi alrededor. Ni siquiera el rechinar del viejo piso de madera de este edificio se escucha. Nada. Creo que esta vez se cumplió mi deseo de quedarme sólo con mi desgracia. Es peor de lo que imaginé. Es todo lo que tengo. Enciendo un cigarrillo para ahuyentar el frío y el suave olor a tabaco me abraza. Esta noche no necesito olvidar ni leer mi vieja bitá

¿Miedo yo? ¡Jamás!

Conocer personas es un paso que ninguno de nosotros puede saltar; ya sea en la niñez, adolescencia o juventud, estamos rodeados de un entorno que exige contacto y, en consecuencia, mostrar quienes somos. Aunque estamos habituados a la frecuencia de este protocolo, el hombre es cada vez menos capaz de mostrarse y darse a los demás. Entonces, si el entorno exige que me muestre, ¿por qué no tengo esa predisposición a hacerlo? Esta pregunta ha dado vueltas en mi cabeza desde hace mucho tiempo y ante la inminente necesidad de respuesta, me vi forzado a indagar primero en mí mismo por una razón. Finalmente encontré una posible razón. Ahora, era tiempo de validar y fue así como empecé a tomar "muestras" de las personas a mi alrededor —pasé de los cercanos a los desconocidos—y empecé a notar que de entre todas las posibles causas, había una era común en todos los sujetos: a pesar de las exigencias actuales de mostrar quienes somos, no somos capaces de hacerlo porque tenemos mied

Mi corazón te escucha

Creía que había tenido un mal día, de hecho, en aquella ocasión bien hubiera protestar por toda su historia. En su memoria, una infancia sin recuerdos, una juventud en soledad y el resto de la vida enfrentando una enfermedad crónica; que hicieron de Noah un hombre amargado, uraño y enfermo, incapaz de tener un gesto de amabilidad con cualquiera. La vida había arremetido con fuerza contra él y había decidido no permitir un atropello mas. Para colmo de males, su condición física degeneraba y por orden del médico, tuvo que retirarse a vivir entre las colinas de Saint Nazaire, al sur de Francia, un sitio tranquilo rodeado de pinos de copas muy altas y una paisaje admirable. Tres meses después de instalado en el lugar, el ermitaño Noah despertó una madrugada con un fuerte dolor en el pecho. Creyó que había llegado su fin así que, entre espasmos y malestar, se despojó de sus abrigadas prendas y ligero en ropas avanzó hasta la terraza junto a su dormitorio para esperar a que el momento q

Virar la página (hacia el 2014)

Un año más está por terminar y uno mas está por empezar. Para estas épocas se escucha y lee mucho (sobretodo en redes sociales) los buenos de deseos de todos quienes ven el futuro en una perspectiva de esperanza y prosperidad. Y eso es bueno porque precisa actitud atreverse a virar la página si queremos que el año entrante cubra nuestras expectativas. Por otra parte, esta historia (hasta aquí) ya nos es conocida por todos. Pero he visto también como, día a tras día, esa cara de entusiasmo y alegría se va apagando conforme llegan las desavenencias, adversidades, enfermedades, necesidades, etc. Entonces, y en este contexto, quiero preguntarte ¿en qué consiste la esperanza y prosperidad que esperas? La página final Imagina que tu vida –de forma continua, es como un libro–. El último capítulo se llama diciembre y tu estás listo y dispuesto a empezar tu esperanzador y próspero año nuevo. Qué pasaría si al avanzar con ansias por las páginas del último mes del año, te encuentras con

Una flor para Corinne

Corinne tiene los cabellos negros. Su blanca piel contrasta con su mirada oscura y profunda. Es pequeña y delgada. Su casa queda está rodeada por un llano bastante extenso donde los animales pastan y los árboles que bordean el vasto terreno se estremecen con el paso del viento. En medio del hermoso jardín, un árbol fuerte y maduro del que cuelga un solitario columpio –regalo de su padre– en el que la ella se sienta cada tarde y se mece durante largas horas mientras contempla el llano con la mirada perdida, vacía, triste. A pesar de la laboriosa vida de campo, Corinne tiene la capacidad de hacer que los trabajos mas forzosos parezcan ligeros y llevaderos. A sus escasos doce años, ha sabido demostrar que es capaz de lograr grandes cosas. En su hogar, sus padres la contemplan con amor y admiración, reconocen en ella una niña especial que tiene todo para ser feliz. Sin embargo, Corinne no lo es. Hay una pena en su corazón que nadie conoce y nada parece mitigar. Su mirada entraña soled