Si nos remitiésemos al concepto, sabríamos que magia es una palabra en latín -derivada del griego- que en español significa “ser capaz, tener poder”: Es reconocida como un arte con el que, mediante conocimientos y prácticas, pretende introducir resultados contrarios a las leyes naturales conocidas, valiéndose de actos o palabras o bien con la intervención de seres fantásticos. Si nos remitiésemos al colectivo, diríamos que la magia es un acto sorprendente que nos envuelve en un mundo de ilusión y fantasía. Y es que todo lo dicho es cierto, la magia nos ha dejado en más de una ocasión inmutados ante el asombro y a lo inexplicable que torna una situación.
Pero a pesar de haber presenciado la magia en diversas formas, hoy experimenté un tipo de magia, envuelta por un misterioso impulso, que en lugar de transformar pañuelos en conejos, es capaz de transformar la piedra en carne viva que se muestra ávida de luz y con un ardor latente esperando a ser saciado. Se trata de un acto en el que nosotros mismos somos los protagonistas y que –como lo traduce su definición original- nos vuelve “capaces” o nos permite “tener poder”. Esta magia nos concede la capacidad de adentrarnos en la mismidad de un corazón contaminado por el dolor del pecado y nos permite tener el poder, mediante el anuncio del evangelio, de transformar las tinieblas en luz. En consecuencia, nos lleva en dirección opuesta a lo planeado por nuestros propios intereses y expectativas de vida y valiéndose de las palabras de nuestra voz interior (la gracia) no solo que logra la intervención sino que nos guía al lugar mismo de encuentro con un ser fantástico, el Señor Jesús, quien con su luz nos revela su verdad de amor.
Para poder realizar esta “magia” debemos ponernos en presencia de nuestro Creador y estar listos para acoger su Santo Espíritu y, en ese preciso instante, dejar que la verdadera magia, la inspirada por Dios, fluya a través de nosotros y comience a transformar vidas, convirtiendo la fantasía en realidad y trazando la senda de la evangelización para nuestros hermanos que aún viven prisioneros de la “magia del mundo” que transforma a las almas más nobles en celdas de oscuridad, soledad y dolor.
Seamos pues buenos aprendices de nuestro Maestro Jesús y empecemos a llevar la magia transformante del Espíritu Santo hacia todos los corazones que no conocen este misterio de amor.
Dedicado a mi gran amigo, quien me inspiró para escribir este ensayo.
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